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... Y TODO RECTO HASTA EL AMANECER

Si sabes lo que significa, no te digo nada más, nos vemos allí y lucharemos con los piratas, las fieras y los indios, danzaremos con las hadas y comeremos pasteles imaginarios con los niños perdidos. Si aun así no lo sabes... quizás perdiste un algo dentro tuyo que te impide ver las cosas sencillas e importantes que hay a tu alrededor... búscalo y empezarás a ser feliz.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Viaje por el reino Andalusí, comino y cuscus de cordero.

Cuando llevas toda tu vida, desde niño visitando un lugar este pasa casi desapercibido formando parte de tu cotidianidad.  El mundo se hace así pequeñito y en tu memoria, cuando creces y te alejas, parece que allí no exista nada más que el terreno en el que jugabas a fútbol, el camino que usabas para ir a la tienda o la casa del vecino dónde pasabas el rato en las horas de más calor .

Para mi así era la tierra que vio nacer a mi padre, Andalucía se me representaba como unos campos secos donde jugar al fútbol dejándote los pies en los terrones de tierra labrada, olivos interminables para intentar cazar pájaros y nidos, la tienda donde nos mandaba el abuelo a por quintos o vino y el canal de riego que hacía las veces de piscina improvisada.  Eso y un aburrimiento colosal, al llegar a la adolescencia, de horas interminables de sol y de millones de insectos voraces que querían atacarnos sin ningún miramiento.

Y como pasa a veces al crecer regresas, recorres los lugares y te das cuenta que los campos no son tan interminables, los olivos no tienen tantos nidos, el canal se ha secado, la tienda ha cerrado porque ya hay un supermercado en el pueblo y todo el mundo tiene coche para llegarse a el, los insectos son muchos menos (aunque siguen siendo igual de voraces) y mi padre no es de Andalucía, es de Granada.  Y me vais a permitir decirlo así y hacer esa distinción porque, al contrario de lo que se pueda pensar, no todos los andaluces son iguales, no todos hablan con ese acento y deje tan típico que vemos por la tele ni hacen chistes de cualquier cosa.  No.  Un granadino no se parece a un gaditano, ni a un sevillano, quizás si está muy cerca de un almeriense o un jienense pero, cada lugar tiene sus características y cada rincón tiene su propia historia.

Granada es tierra vieja, gastada, como el rostro de un anciano está surcada de líneas, de arrugas.  La historia se escapa detrás de cada piedra, entre los campos, en el fondo de sus pantanos.  Sus gentes parecen convivir con ella como la cosa más natural sin ser conscientes de que son íberos, romanos y ante  todo y más que nada, Nazaríes.
Tierras surcadas de arrugas y de sabiduria como el rostro de un anciano...
 Este verano hemos recorrido el Altiplano, ella de turista, yo de cicerone.  Así nos acercamos hasta la antigua Medina Bastha y descubrimos que aun se puede disfrutar de un hammam (baño árabe) escavado en la misma roca como las casas que lo rodean.  Casas cueva, igual que las famosas de la romana Julia Gemella Acci, conocida en tiempos de la dominación andalusí como Wadi Ash.  Casas cueva como la de mi familia, donde he pasado tantas noches sofocantes de verano al resguardo de sus 18º de temperatura sin darme cuenta de lo escepcional que es eso hoy en día y en la que este agosto hemos descansado sin pasar nada de calor, con sábana, manta, silencio y oscuridad protectora del sueño .

Quise entrar en la capital por el este, yo quería que su primera impresión al llegar a Granada fuera la de su trazado más primitivo, la que te muestra que no vas a encontrar en las tiendas trajes de sevillanas, ni toreros ni gazpacho en cada bar, pero si vas a ver cerámica  tradicional, azulejos granadinos con motivos árabes, taracea, te y especias.

Y llegamos al Albayzín casi al caer la tarde, miércoles de verano, con la ciudad a nuestros pies.  Modernidad y tradición de derecha a izquierda como si de un crono-grama se tratara.  Granada se nos regalaba y no pudimos más que parar y disfrutarla.


Caminar por esas calles, solitarias a estas horas pues la gente aun teme el calor, es un lujo.  Los cármenes te sorprenden tras cada esquina dejando ver sus limoneros, sus macetas y sus azulejos, unos gastados por los años, otros extremadamente cuidados.  Pozos coquetos decoran los patios y los gatos dormitan en sus muros sintiéndose los actuales emires de la antigua medina andalusí.

Y llegamos a la Plaza larga, junto a la Puerta de las pesas, una de las entradas a la Alcazaba Cadima perteneciente a  la primitiva muralla de Medinat Garnata, nombre con el que se conocía el Reino independiente de Granada cuando fue fundado en 1013 por Zawi Ben Ziri. Entrar por ella es andar por los vestigios más privimivos de este mágico lugar.


A estas alturas algo dentro tuyo sabe que la tierra que pisas aun es árabe y el pasar esta puerta, entrar bajo su arco y dirigirte al mirador de San Nicolás no hace más que confirmar esa sensación.  Y es que, por mucho nombre de santo que tenga y mucha iglesia que haya, los ojos se te pierden cuando llegas allí y ves, frente a ti, la Alhambra o Qa'lat Al Hamra, la fortaleza roja.  Iglesias, claustros o catedrales pierden su sentido y se ven fuera de lugar, postizas y usurpadoras del paisaje como faltando al respeto e intentando competir en belleza y seriedad, sin terminar de conseguirlo.


Saliendo de la plaza, a la izquierda, encontramos una verja abierta.  Un cartel nos indicaba que entrábamos en la Mezquita Mayor de Granada y nos rogaba respeto, silencio y recato pues es un centro de oración.  Un señor mayor con barba y la cabeza cubierta por un Kufi daba indicaciones a un jardinero y más allá unos cuantos fieles rezaban dentro del edificio.  Fuera, en los jardines, se respiraba paz y serenidad y los pocos turistas que nos habíamos aventurado a entrar disfrutábamos de las vistas a la Alhambra como un regalo, sin las aglomeraciones y bullicio que había a pocos metros de allí, en San Nicolás.  Una pequeña fuente, un granado, plantas y arbolitos acompañaban el paseo y a pesar de las cámaras de fotos, a mi personalmente me parecía un sacrilegio hablar si no era en un susurro por no perturbar la paz que allí se respiraba.

Y fue al salir, bajando las escaleras que bordean la mezquita por un lado para enfilar el camino de regreso hacia la Plaza Larga cuando ella se detuvo a hacer una foto y un olor a guiso invadió nuestros sentidos.

-Quiero comer de eso, yo quiero algo que huela y sepa así de bien- me dijo.
-Bien, yo te lo haré, no te preocupes.
-¿De verdad?
-De verdad, antes de irnos de aquí, yo te haré algo que huela así de bien.

Y es que ese olor me ha acompañado toda mi vida. Comino sobre todo, dominando y acompañando al clavo, la pimienta, la canela, el pimentón... especias, muchas y variadas, familiares para mi que he crecido entre los fogones de mi madre y abuelas.  Y ese toque, esa mezcla sabia y mágica que aprendí viéndolas cocinar es la que me encontré el día que compré Ras el hannout en una tienda árabe y es el sabor que sentí el primer día que me dieron a probar un plato de cuscus marroquí.  Entonces comprendí que mi padre no era andaluz, era granadino y por mis venas, en más o menos proporción corre sangre Nazarí.

Después de aquella tarde vinieron los días de andar por los palacios y calles de la medina de la Alhambra, de pisar y recorrer el centro de la ciudad con su Alcaiceria que se abre como un zoco árabe mostrando sus telas, plata y taraceas y de encontrar las tiendas y puestos de tés y especias que rodean la Catedral.

Ya de vuelta al Altiplano a la casa cueva de mis antepasados una mañana me acerqué, abajo en el pueblo, a la carnicería.  Allí compré cordero y de camino unas verduras.  Ese día cociné un cuscus que desprendía el olorcito rico del Albayzín.  Así cumplí mi promesa y ella decidió aprender el plato para hacerlo a su familia.

Aquí os dejo el vídeo de como prepararlo.  Las fotos las hicimos el día que le enseñé a cocinarlo, ya de vuelta de las vacaciones.  La última, la del plato montado y listo para comer fue el mismo que yo hice allí para ella, mezclando la tradición y los recuerdos de mi pasado Nazarí.

Que os aproveche!!

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