Agosto

No se que tiene el sol de verano que hace que, bajo su luz, todo parezca moverse con una lentitud especial, como amortiguada, casi con la sensación de que alguien puso la ciudad en cámara lenta. Es como si el propio cuerpo se ralentizase y estubiera bajo mínimos para no desgastar y poder aprovechar así cada segundo sin cansarse. 


Hoy me levanté tardísimo (como es la tónica después de una noche de buenas charlas y buena compañía), la yaya había hecho bacalao con tomate, panocha asada, bebimos gazpacho y nos tomamos un helado.  Escuchaba a la gente hablar en el restaurante de abajo, una niña decía que no quería butifarra, que quería mcdonald's, la madre le chillaba, mi pájaro piaba entusiasmado con el ruido y mientras, una avioneta, surcaba el cielo con un cartel publicitario que, como estaba del revés, costaba de leerse.  Dos gorriones festejaban encima de la glicinia de la mama gritando fuerte su alegría.  Al acercarme salieron volando chillando a pleno pulmón su cantinela.


Hace aire frío (¡al fin!), estoy en el sofá, frente a la puerta del balcón abierta, viendo una peli irlandesa, tomándome un te con leche y sintiendo el viento entrar para refrescarme.  Se siente frío (el viento), pero agradable, lo justo para dejarse notar pero sin molestar.


Me da la sensación que llevo horas levantada y apenas hace 4 que salía de la ducha.


Me gusta esta lentitud.  Me gusta pensar que estos momentos, tan vacíos en apariencia, están llenos de pequeños detalles que yo voy descubriendo gracias a que alguien, en verano, puso la ciudad en cámara lenta.